Crónica "El Día en que Estoy Vivo" - Guía del Orgullo 2022
Jess Márquez Gaspar esperando días antes de ser operado en diciembre 2020. Crédito: Jess Márquez Gaspar
Crónica "El Día en que Estoy Vivo"
Publicada en la Guía del Orgullo 2022
Por Jess Márquez Gaspar
El 19 de diciembre del 2020 abrí los ojos y vi que estaba en
una habitación de hospital que no reconocí de inmediato. Cuando lo hice, las
lágrimas empezaron a brotar, cascada, Santo Ángel, cayendo sobre mi pecho y
mojando mi ropa de hospital público. Mi miedo a la muerte se mezclaba con el
que me atormentaba hasta dispararme la ansiedad: que los otros pacientes
supieran sobre mi identidad de género y mi orientación sexual.
Poco a poco fui recuperando la consciencia y, aunque
prácticamente no podía moverme, no me importó. El sol entraba por la ventana, el
viento movía las sábanas de la cama de mi compañero de habitación, los ruidos
del pabellón se colaban desde el pasillo y yo, ¡bendito sea! estaba vivo.
48 horas antes me despertaron a las 4:00 am. La verdad es que
yo no había dormido. Sólo estaba acostado en la oscuridad jugando en el celular
y esperando que las horas pasaran, como el equipo del turno nocturno y la luna
sobre los techos del resto de los edificios del centro médico, hasta que
vinieron a prepararme. “Debes estar en ayunas, bañarte. Te darán una ropa
especial pero no puedes tener nada que te cubra los genitales”, lo cual me
aterraba porque no sabía qué pensarían ni cómo reaccionarían todas las
personas: enfermerxs, equipo prequirúrgico y quirúrgico que me verían desnudo a
lo que hay entre mis piernas. Me dijeron también que “no puedes ponerte
desodorante ni colonia ni crema. Te pondrán suero en la vía, y luego te
llevaran a los quirófanos”, me explicó el cirujano, y luego me lo recordó la
jefa de Enfermería del turno de la noche.
Yo estaba frenético. Me quedé sentado en el borde la cama
viendo a mi compañero dormir, y sabiendo que tenía suerte: a mi iban a
operarme, a él no podían. Del resto, era rodar los dados y esperar que quién
soy no interfiriera con el procedimiento. Finalmente, dos de los asistentes de
pacientes llegaron para moverme de mi cama con mis 96 kg de aquel entonces a la
camilla. Comenzó lo que se sintió como una procesión, pero no había santo,
Cristo, ni Virgen.
Un año después, en diciembre de 2021, recuerdo ese día y
lloro de nuevo. Abrazo a la mujer que amo, y que ama por quién soy, con todas
mis características y condiciones. Agradezco. Pero sé que algo no está bien.
Puedo sentirlo dentro de mí, puedo sentirlo en mis venas, en mis nervios, en mi
abdomen.
Me hicieron un ultrasonido ese mismo mes y salió “limpio”, y
Marcos, mi asistente de pacientes y amigo, lloró de felicidad. Pero yo, que
siempre creo en mi intuición y en mi conocimiento de mi propio cuerpo, no me
quedo tranquilo. Dejo pasar la sensación por unas semanas porque viene la
Navidad y el Año nuevo, pero apenas pasa el Día de Reyes, acelero de 0 a 100
km/h en 5 segundos y en una semana tengo todo listo para que me hagan una
resonancia, que me mandó el neurólogo cuando le dije que tenía un dolor nuevo
en la pierna, el estómago y la espalda. La historia se repite. No puedo evitar
ver las similitudes.
Casi un año antes, en octubre de 2020, estaba sentado en un
consultorio médico, pero de emergencias, con los mismos síntomas, y la misma
intuición. Pero aquella vez el ultrasonido no salió “limpio”. Todos mis planes
cambiarían en un instante, cuando el radiólogo me pidió que me pusiera de lado,
mirando hacia él y hacia el monitor, y pude ver una sombra del tamaño de una
pelota de beisbol al lado de mi riñón. Y lo supe, supe que mi mayor miedo se
había hecho realidad. La pesadilla comenzó. El segundo de mis miedos, que le
preocupara lo que encontrara cuando pasara el equipo por mi pubis desnuda, quedó
opacado totalmente.
Me dieron una decena de medicamentos, el dolor se volvió una
mancha amarilla que se movía, aunque las luces del techo estaban estáticas.
Luego, me llevaron al equipo del TAC. Estaba tan drogado que me subieron entre
dos enfermeras, sentí claustrofobia, pero la realidad ya no parecía real,
porque el shock mezclado con morfina hace que nada parezca cierto ni tangible.
De vuelta en la camilla en emergencias, esperar los
resultados del examen se convierte en un ejercicio de autocontrol terrible.
Finalmente, el doctor de emergencia se acerca, y un pálpito me dice que no me
va a gustar lo que escucharé: “hay una masa enorme en el abdomen, de 7 cm, parece
maligna y está dañando el riñón”. Aunque la biopsia dijo lo contrario, aunque
mi pareja quería aferrarse a la esperanza del mejor escenario, yo sentía en mis
entrañas la certeza: era cáncer. Pero no es lo mismo tener cáncer cuando tu
cuerpo tiene sentido, cuando nadie lo cuestiona, cuando sabes que estás segurx
bajo anestesia y sin una persona que amas y que te conoce vigilando.
Esperando a entrar en al quirófano, en esa madrugada del 17
de diciembre del 2020, me descubro aterrado. Han pasado tres meses de ese
momento del ultrasonido y el TAC, y he estado tan volcado a la idea de
conseguir que me sacaran esa masa malvada de mi abdomen, a la que bautizamos
Lex (Luthor), que no había pensado en la operación misma, en los riesgos, en
qué pasaría cuando estuviera bajo grandes cantidades de anestesia sobre la mesa
de operaciones, y luego en la camilla en el pabellón de hombres, y vieran mí
cuerpo.
No sé cuánto tiempo pasé ahí esperando que llegaran a
buscarme. Pero repasé en mi cabeza todo lo que había pasado para llegar ahí:
meses de dolor insoportable, una operación para ponerme un catéter y salvarme
el riñón; la imagen de los hombres que compartían el pabellón conmigo…
Un pabellón oncológico es un campo de guerra en el que no se
disparan balas, pero se usan armas. Los gritos de mis compañeros me sonaban en
los oídos mientras les pasaban quimioterapia durante toda la noche. Las
súplicas de mi vecino de cuarto para que le dieran morfina porque “sentía que
le clavaban un chuzo en el colon”, donde estaba el tumor inoperable. Los
rastros de piel, cabello y coágulos de sangre hacían de los pasillos y el baño
común nuestras trincheras.
Y cuando en las mañanas nos encontrábamos en las duchas, nos
mirábamos, nos ayudábamos, nos hablábamos, y nos veíamos: unos muriendo, otros
que habían perdido la fe, otros que batallaban, los que teníamos algo de suerte
y aún nos abrazábamos a la esperanza como a una cobija, dos cosas raras de
encontrar.
Yo me concentraba en hacer todo lo posible para poder
quitarme la ropa sucia, bañarme, secarme, y ponerme la ropa limpia dentro de la
pequeña cabina de la ducha, porque no podía darme el lujo de que nadie notara
que mi cuerpo era diferente. Y siempre miraba a un punto distante en las
paredes, para que ninguno de mis compañeros notara la curiosidad, natural, que
me invadía porque nunca había estado en un espacio exclusivo de hombres, en un
baño con duchas de hombres, viendo hombres sin camisa, desnudos, en toalla. Fue
una dura prueba para mi bisexualidad y recordé que nunca me gustó estar en el
closet. Pero a veces hay que volver a él por seguridad, para protegernos. No
había ninguna señal de que aquel fuera un lugar seguro para no ser
heterosexual.
Y, aunque ese espacio, y el olor constante a desinfectante, a
alcohol en gel, a sudor y dolor se me pegaba en la ropa y no me dejaba, y el
ruido de un rotor distante me disparaba la sensibilidad a los estímulos, y la
luz del almacén no me dejaba dormir, y cientos de noche de insomnio porque no
había una posición cómoda, sin dolor, para acostarme hasta que me pasaran el
tramal y eso me noqueara, y el estado de alarma constante en el que vivía para
esconderme, esconder quién soy, me habían hecho querer escapar de ese lugar,
había aguantado.
Y por eso me empezaron a poner anestesia el 17 de diciembre,
me dijeron que contara hasta 10, y en el tres me desvanecí, y la última imagen
que tuve en mi mente fue la de casarme con Mari, la mujer que amo, frente a la
playa, como le prometí que lo haríamos cuando le pedí matrimonio a principio de
ese año, porque no había forma de que yo me muriera sobre esa superficie
metálica y fría, a los 31 años, de cáncer. Le había prometido que seríamos la
primera pareja de una mujer cisgénera y un hombre como yo, con su identidad
reconocida, que nos casaríamos en Costa Rica.
En un hospital privado, poco más de un año después, en enero
de 2022 me dejaron sentado sobre la camilla de la máquina de resonancia
magnética en bóxer y medias, con una bata, mientras venía el anestesiólogo. Yo
tomé ese momento, repetí el mantra de la corriente budista que practico: Na Miojo
Rengue Kio, y luego recé un Padre Nuestro. Le pedí al Universo y a Dios que no
me hicieran pasar por lo que había vivido el último año, que no me saliera otra
úlcera en el estómago por la medicación para el dolor, que no perdiera para
siempre el uso de mi pierna izquierda, que nadie se preguntara porque faltaba
un bulto entre mis piernas y todo se veía demasiado plano en ropa interior, y que
me diera la oportunidad de tener otro año, y otro después de ese, y otro
después de ese, para vivir con las personas que amo.
Aunque el 2021 será siempre el año más difícil de mi vida,
fue en el que aprendí que no podía seguir trabajando para pagar las cuentas
porque si no empiezas a seguir tus sueños hoy te despiertas una década después
de haber dicho “ahora no puedo, luego” y no los has cumplido. De no dejar que
nadie te detenga, y mucho menos “el qué dirán”, de la discriminación y de la
violencia, y aunque es sano protegerse de ella, tampoco puede paralizarnos,
tampoco puede no dejarnos ser; pero sobre todo no podía seguir teniendo miedo
de esa puta voz, la de mi mamá que me dijo hasta el cansancio “eres un pedazo
de mierda, una mierdita”, porque yo viví.
Sobreviví esa puta operación de siete horas del 17 de
diciembre del 2020 que me dejó lleno de cicatrices y en una silla de ruedas,
haciendo difícil hasta orinar, y que detesto. Pero el amor, el respeto, la
admiración, y todo el buen karma que había reunido, se convirtieron en una
cosecha hermosa de apoyos emocionales, económicos e incluso inimaginables, que
me permitieron salir adelante durante los 14 meses que llevaba sin trabajar.
Por eso, en enero del 2022 aunque ya sabía lo que mostraría la
resonancia magnética, y aunque lloré de la rabia, y la frustración, y el
agotamiento, y la rabia cuando el informe mostró que había un nuevo tumor, y
cada vez que me han ido diciendo que se hace más grande, que me está haciendo
daño, pero no tengo más opción que tener el teléfono en la mano mientras llega
la llamada de la lista de espera para ir a internarme, a otro hospital, pero a
la misma experiencia, al mismo miedo de ser el único hombre trans en el
pabellón de hombres, y esta vez luego con quimioterapia, no hay
arrepentimientos.
Estoy sentado en febrero de 2022 escribiendo esta crónica sin
saber si esta semana volveré a estar en un quirófano durante siete horas, sin
saber si sobreviviré. Pero sí sé que mientras esté aquí y mientras dependa de
mí, batallaré. Porque mi abuelo me enseñó “que la vida no se acaba hasta que se
acaba”, y por eso, en medio del reposo, del dolor, de la incertidumbre, me
permitiré mis días para llorar y sentir miedo, enojo y frustración, pero el
resto del tiempo viviré, y seré yo mismo: un hombre trans, queer/bisexual,
migrante y con discapacidad funcional y cognitiva (Autista o TEA). Porque estos
32 años, casi 33, me han costado mucho esfuerzo, y tengo demasiado por lo que
vale la pena seguir en este plano, en este día que estoy amando, luchando, y en
que estoy vivo, y orgulloso de quién soy, de quién sido y de quién seré.
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